Dice Charles Darwin en su carta:
«Aunque soy un fuerte defensor de la libertad de pensamiento en todos los ámbitos, soy de la opinión, sin embargo –equivocadamente o no–, que los argumentos esgrimidos directamente contra el cristianismo y la existencia de Dios apenas tienen impacto en la gente; es mejor promover la libertad de pensamiento mediante la iluminación paulatina de la mentalidad popular que se desprende de los adelantos científicos. Es por ello que siempre me he fijado como objetivo evitar escribir sobre la religión limitándome a la ciencia».
«Aunque soy un fuerte defensor de la libertad de pensamiento en todos los ámbitos, soy de la opinión, sin embargo –equivocadamente o no–, que los argumentos esgrimidos directamente contra el cristianismo y la existencia de Dios apenas tienen impacto en la gente; es mejor promover la libertad de pensamiento mediante la iluminación paulatina de la mentalidad popular que se desprende de los adelantos científicos. Es por ello que siempre me he fijado como objetivo evitar escribir sobre la religión limitándome a la ciencia».
Es fascinante constatar hasta qué punto Darwin tuvo excelso cuidado en mantener el rigor de sus planteamientos científicos sin herir a los que no los compartían. En este sentido –y a nivel anecdótico–, no me digan que no era enternecedora la actitud de Emma, la esposa de Darwin, profundamente religiosa, cuando repetía a sus amigos que el mayor de sus pesares era «saber que Charles no podría acompañarla en la otra vida» por culpa de su agnosticismo. Lo que la apesadumbraba a ella era que el Dios todopoderoso no quisiera conciliar el buen carácter con el agnosticismo de su marido. Y lo que a él lo apenaba, con toda probabilidad, era que muchos confundieran la libertad de pensamiento que él predicaba recurriendo a la ciencia con ataques gratuitos a los que no compartían esa convicción.
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